El camino de los SUEÑOS Martín Toc
El camino de los SUEÑOS
Capitulo I
¿Habrá alguna forma de elegir el
lugar donde nacer? Quizás la respuesta esté escondida en nuestra memoria,
porque dicen que la realidad depende de los ojos que la miran. Algunos hasta
afirman que lo más importante es lo que no vemos. Así, traigo a la luz algunas
memorias de mi pasado, aunque me gustaría contarlo todo. Sin embargo, solo
puedo recuperar fragmentos: aquellos recuerdos que mi mente ha decidido
preservar, los más relevantes, los que me definen.
Nací en Pamonjon de la Aldea
Paxtocá, Totonicapán. Al escribir el nombre de mi aldea, suena bien, aunque no
se pronuncia igual que en el idioma en que lo escribo. Como Maya K'iche', mis
primeras palabras fueron en mi lengua materna, sonidos que desde el inicio
marcaron mi esencia. Sin embargo, pronto tuve que aprender a hablar, leer y
escribir en español, el idioma de la ciencia y de la educación formal. Aunque
mi identidad está profundamente ligada al K'iche', también soy producto de esa
transición lingüística y cultural.
Uno de los primeros recuerdos que
tengo es el nacimiento de mi hermano. Estaba contento junto a mi madre cuando,
de repente, me alejaron de ella porque tenía que amamantar al bebé. Esa
separación fue extraña para mí, una primera experiencia de distancia que no
entendía. Mi mamá me contó que, cuando yo tenía apenas veinte días de nacido,
ella fue operada y nuevamente me alejaron de su lado, esta vez para dejarme al
cuidado de tías, primas y vecinas. Estuve a punto de morir durante ese tiempo,
pero ella regresó a tiempo para cuidarme y alargar mis días. Con esa
experiencia, la segunda separación no fue tan dolorosa; ya estaba acostumbrado
a estar solo. Quizás sentí celos, molestia, e incluso lloré, pero no puedo
asegurarlo. Mi memoria solo me trae la imagen de la cama donde estábamos
acostados, mi mamá y yo, en un cuarto de adobe, bajo un techo de madera y
tejas, rodeados de varias personas.
En Semana Santa, mi padre me
llevó a la cabecera municipal de Totonicapán. Él era un hombre devoto y
responsable, y debía cumplir su turno brindando seguridad en la cocatedral.
Recuerdo la emoción de subir a una camioneta (autobús), quizá mi primer viaje.
Me encantaba sentarme cerca de la ventana y observar el paisaje: las casas, el
bosque, las siembras, y los niños jugando en las calles. Al llegar a la
iglesia, a mi papá le dieron un gafete y nos informaron que habíamos llegado una
hora antes. Aprovechó el tiempo para llevarme al mercado y comprarme una gorra
morada. ¡Qué felicidad! Me sentía tan orgulloso de usarla, pensando en cómo se
la enseñaría a mis hermanos al regresar a casa. Lo curioso es que, en lugar de
disfrutarla para mí, parecía más importante mostrarla y generar envidia.
Durante la tarde, mientras mi papá hacía su turno, me dejó ver una
representación de la vida de Jesús. Me puso en un lugar alto para que pudiera
observar todo, pero me quedé dormido. Al despertar, me encontraba en los bancos
de un salón de la iglesia. Mi mayor emoción al día siguiente era llegar a casa
y lucir mi gorra, pero al hacerlo, mis hermanos también quisieron una. El
conflicto se resolvió de manera inesperada: mi papá, para evitar más problemas,
quemó la gorra. Así aprendí una lección valiosa: los niños que saben disfrutar
en secreto son más dichosos.
Otro recuerdo que me marcó fue mi
primer viaje a la capital. Era la boda de un primo que vivía por Belén (no el
de Israel, sino el de Guatemala). Llegaron mis tíos temprano para informarnos
que era momento de viajar, y mi hermana y yo corrimos a prepararnos. Busqué mis
sandalias, pero no las encontré. Tuve que hacer el viaje sin zapatos, aunque me
consolaba con mi chumpa de doble cara, ya que parecía que llevaba dos chumpas
en una. El viaje en sí fue un desastre, pero lo importante era haber llegado a
la ciudad. Al llegar, la primera sorpresa fue cuando nos sirvieron pan con la
comida. Pensé que era pan dulce, pero no lo era. A pesar de andar descalzo, fui
feliz jugando y explorando con mis primos. En la boda, me tocó cuidar a mi
hermano, así que no vi la ceremonia, pero, aun así, sobreviví mi primera
experiencia en la ciudad capital sin zapatos, y lo disfruté.
Uno de los recuerdos más
poderosos que tengo es de mi padre. Un hombre trabajador, altruista, siempre
dispuesto a servir, aunque ese servicio a menudo le costaba mucho. Uno de los
lugares donde más trabajamos juntos fue Mazatenango. Mi familia y yo cosechábamos
manzanas y duraznos en comunidades de Salcajá y Totonicapán, que luego
vendíamos. Nos levantábamos a las tres de la mañana para cargar las canastas de
frutas sobre nuestras espaldas y pedir ayuda a tíos y primos para que el viaje
fuera rentable. La prioridad era llegar a las cinco de la mañana a Salcajá,
para tomar la única camioneta que nos llevaba directo a Mazatenango. Recuerdo
esos viajes llenos de caídas y risas, pero también de historias compartidas
entre los trabajadores. Dormíamos en posadas, en corredores donde el cálido
clima nos hacía olvidar el frío, y las lluvias eran un espectáculo hermoso.
Levantarse temprano para vender la primera canasta de frutas era esencial, pero
las noches eran mis favoritas, especialmente cuando cenábamos frijoles
volteados con chaomín envuelto en mashan, acompañados de tortillas. Esos
recuerdos, aunque a veces me hacen llorar, son especiales porque también vi a
mi padre llorar cuando le robaban los ingresos del día o nos confiscaban la
fruta por vender en lugares indebidos. A pesar de todo, él siempre se levantaba
con dignidad. Nunca lo escuché quejarse ni decir que algo no era posible. Su fe
era inquebrantable, y aunque mi madre deseaba que fuera más agresivo, él
siempre mantuvo su carácter respetuoso. Su mayor ideal era vivir con la
esperanza de la eternidad.
Estos recuerdos forman parte de
mi historia, de quién soy hoy. Cada uno de ellos me enseñó algo, y aunque no
puedo elegir dónde nacer, sé que las experiencias que he vivido me han forjado.
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